lunes, 29 de diciembre de 2008

Breve Historia de Dos Cadáveres Enamorados

Ella malgastaba la mitad de su salario en productos de belleza. Él hacía lo que podía con el poco dinero que conseguía con las esporádicas ventas de sus obras de arte. Ella vivía en una casa grande, demasiado grande. Él vivía en un piso pequeño a las afueras de la ciudad. Ella no era capaz de ir sola a ninguna parte. Él se movía como pez en el agua con o sin compañía. Ella sólo trabajaba y veía la televisión. Él tenía un millón de aficiones, a cada cual más creativa. Ella era una zorra derechista. Él tenía principios. A ella siempre le dolía la cabeza. Él siempre estaba dispuesto, aunque sólo si era necesario, insistía. Ella y sus amigas se pasaban el día criticándole. A sus amigos les encantaba que ella fuese con ellos a cualquier lado. Ella se pasaba la vida comprando cosas para él. Él sólo pensaba en sí mismo. Ella vivía en una casa grande. Él, en un piso pequeño, demasiado grande. A ella le encantaba ir con él a todas partes. Él nunca contaba con ella. A ella le encantaba el cine. Él consumía su tiempo inventando guiones con papeles terribles escritos para ella. Ella estaba pensando continuamente en los demás. Él se excusaba con su salario de artista. A ella siempre le dolía la cabeza, de escucharle. Él siempre estaba dispuesto, siempre que estuviese dispuesto. Ella y sus amigas hablaban sobre lo bonito que podría ser todo, si él algún día lograba madurar. Él nunca la invitaba a salir con sus amigos. Ella era una estrella fugaz. Él, algo así como el sol, pero más lejano. Él era dulce nostalgia. Ella, una terrible agonía. Él era como un par de ojos perdidos. Ella, una mirada fija e intimidatoria. Él estaba... está frente a ella, esta vez, con la mirada clavada en sus ojos. Ella huele a Jean-Paul Gaultier. Él huele a miedo y desesperación. Ella tiembla. Él tiene un rifle. Ella tiene el corazón entre las manos. Él le jura nunca separarse de ella. Ella tiene un nudo en el alma. Él baja el rifle. Ella saca una escopeta. Pide perdón. Llora. En ese mismo instante, ambos se disparan al unísono. Ella al corazón. Él a sus manos. Caen. Se abrazan. Se prometen amor eterno. Se besan como nunca antes lo habían hecho. Sus ojos se apagan. El beso termina. Sus labios permanecen pegados.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Desorden (versión obsoleta)

Esta obsesión enfermiza va a terminar por matarme. Lo sé. No puedo remediarlo. Pulso el play. Suena de nuevo esa maldita canción. Guitarra. Bajo. Dos compases y entra la batería. No puedo quitármela de la cabeza, incluso ahora que lo único que hace es llevarme de viaje a sitios que nunca volveré a pisar. Esa voz de nuevo.... La odio. Cada vez más. Hay un cuerpo girando en la cocina, al final de una cuerda atada a una viga. A menudo me pregunto como debió ser aquella tarde del dieciocho de Mayo de mil novecientos ochenta. En una ocasión, hablando con una buena amiga, me dijo que los momentos previos al suicidio deben ser los más tranquilos de toda la vida. Que una vez decidido, ya no hay nada por lo que preocuparse. Toda la tarde viendo películas. La verdad es que no sé muy bien qué pensar. Suena lógico, pero no querer vivir no tiene porqué implicar dejar de tenerle miedo a la muerte. Supongo que debe tratarse de una tranquilidad relativa. Hoy es dieciocho, ella se ha ido. Desamor. Me compadezco de él. Le entiendo demasiado bien. Al fin y al cabo, todo el mundo debe haberlo pensado alguna vez. Algunos más convencidos que otros, pero creo que es algo intrínseco a la naturaleza humana. Sentimos tantas cosas, que en un momento dado pueden unirse todas y saltar por los aires. Hace demasiado tiempo, ahora ya no está conmigo. Sí, demasiado... Demasiado tiempo metido en este sitio. Comprendo que ya es momento de abandonar esta maldita soledad que tanto me dio pero que ahora tanto me ha quitado.


Y ahora estoy hablando sin sentido. La vida pendiente de un hilo. Me gustará saber de qué ha servido, si nunca nadie ha entendido. Incomprensión. Sí, supongo que también es un buen motivo. En ocasiones real, otras tantas, tan sólo un refugio para los débiles.


He estado dando vueltas por toda la casa. He encontrado algunas fotos que hace tiempo no miraba. Esos recuerdos parten mi alma. La imagen que se dibuja en mi cabeza es totalmente desoladora. Me recuerda a mi madre, rendida a manos de la nostalgia, observando un retrato de mi padre. Mi alma también se parte. Por ella. A mí no me gustan las fotos. Prefiero la memoria. Tampoco salir en ellas. Supongo que será por si alguna vez alguien como yo las encuentra y se ve obligado a verlas. No quiero dejar rastro. Me gustaría pasar desapercibido. No hay nada que recordar.


Si hubiera encontrado las palabras, ahora no estaría solo en casa. Tan sólo las palabras exactas, pero no pude decirte nada. Me deshago en mil pedazos. La sensación de culpabilidad es insoportable. No hay nada peor que sentir que lo has echado todo por la borda. No pude decirte nada. No pude hacer nada. Y ahora, ya es tarde. Demasiado tarde. ¿Qué puedo hacer si no puedo hacer nada para acabar algo que no acaba?


La canción termina. No me interesan las demás. Vuelvo a poner Desorden y sigo caminando.


He estado leyendo la Wikipedia. Definitivamente, creo que soy un suicida transicional en potencia. Ante ciertas crisis vitales de transición inevitables, optan por el suicidio. Crisis... vital... suicidio. Sí, estoy de acuerdo. Lo estamos, aunque no lo sepáis. Hay quien dice que existen especies de animales que practican el suicidio masivo. No los creo tan racionales. Me resulta más creíble pensar en lo que leí una vez. Esas fobias no son las suyas, son las nuestras. Queremos gritarle al mundo que somos unos auténticos suicidas, pero nos da tanto miedo, que lo camuflamos detrás de un rebaño de cabras o un puñado de lemmings. Y sí, claro, los feligreses también tienen sus formas. Asalta mi mente la maldita obra maestra de Kundera. El vértigo. La seducción por la caída. Intento olvidarlo. Me recuerda a mi mejor amiga. Me pongo triste.


Llego a casa. Abro la puerta. Creo que no hay nadie, mamá debe haber salido. La televisión del salón está encendida. Parece que hace ya un buen rato que terminó la película. Hay un millón de fotos esparcidas por todas partes. Algunas de ellas rotas en mil pedazos, otras, sólo partidas por la mitad. El resto descansa en un montón ordenado sobre la mesa.


Parece que alguien está escuchando música. Creo que viene de la cocina. Sí, conozco ese disco. Atravieso el pasillo persiguiendo las notas. La puerta está entornada. Un hilo de luz se escapa por los huecos que quedan junto al marco. El disco termina y vuelve a comenzar. Decido abrir la puerta y entrar. La escena me revuelve las tripas. Mi alma se hace añicos en una milésima de segundo. Dios mío Ian... tan sólo venía a decirte... que me moría de ganas por volver a empezar... Te quiero...



Nostalgia Macabra

Era la tercera vez que intentaba contactar con mi hija pequeña. No había línea. Debía haber algún tipo de avería en la red. Maldije una vez más a la empresa de telefonía y me rendí a la evidencia de que, al menos de esa forma, no podría comunicarme con ella por el momento. Hacía ya demasiados días que no sabía nada de ella ni de ninguno de sus hermanos. Demasiadas noches sin que viniese a dormir a casa. Intentaba controlar mis pensamientos, pero de vez en cuando, en algún momento de debilidad, dibujaba alguna escena macabra con ella como protagonista. Y después... después de verla morir un millón de veces en mi imaginación, rompía a llorar con la cara contra los cojines del sofá.

Sería imposible llevar la cuenta de las veces que había recorrido la casa en busca de alguna pista en los últimos días. Realmente complicado hacerlo incluso reduciendo el tiempo a las últimas horas. Prácticamente, no dormía. Ni comía. Tan sólo dedicaba el tiempo a buscar respuestas y a fumar tres cajetillas de tabaco negro al día. Y desde hacía ya algunos meses, a beber desmesuradamente. No me gustaba admitirlo, pero me había convertido en una auténtica borracha. Ni siquiera me preocupaba ya por el hielo o por adornar el alcohol con algún tipo de refresco. Así era más rápido. Luego, cuando los efectos del alcohol desaparecían, todos mis infiernos parecían multiplicarse. Por ello, cada vez dejaba menos espacio entre cada borrachera.

Decidí que era momento de darme una ducha. Abrí el grifo y esperé. Cinco minutos después, el agua continuaba tan fría como al principio. Supuse que la compañía del gas también debía haber decidido ponerse en mi contra. Me metí en la ducha. No había toallas limpias. Me sequé como pude con el camisón que me acababa de quitar y me dirigí a la habitación. Tan sólo perchas vacías y un millón de trastos inservibles. Rescaté algunas piezas de ropa del interior de la lavadora y me vestí. Tampoco importaba demasiado. Después de tanto tiempo, dudaba mucho de la posibilidad de que alguien viniese a visitarme. No me importaba oler a podrido. Fui al salón. Me tiré en el sofá. Necesitaba descansar. Cerré un poco más la ventana. Me dormí, o eso creo. Soñé, supongo, pero no recuerdo.

Dos horas más tarde, me levanté. Pensé en salir. Contemplar la ciudad a plena luz del día. Hacía ya meses que no tenía fuerzas para hacerlo, pero no quería olvidarla. Cerré la puerta. Llamé al ascensor. Pulsé el cero. Esperé. Diez segundos más tarde me sorprendí mirándome al espejo. Paseando los dedos de las manos por los surcos de mi cara. Rompí a llorar de nuevo. Esta vez con razón. Entonces, comprendí. Pulsé de nuevo el cinco y me emborraché.

jueves, 4 de diciembre de 2008

No Jugarás

Ya no volverás a jugar, porque créeme, sin manos, a tu edad, por mucho que digan, no es posible jugar. Si eso ocurre, ciertamente, habré fracasado. No quiero volver a escuchar tu risa, tampoco tu llanto. No deseo verte efectuar ni un sólo movimiento más. Yo mismo me encargaré de ello, te lo aseguro. Cuando todo haya terminado, me lo agradecerás. Tú madre debería hacerlo también, pero movida por ese absurdo sentimentalismo, seguro que prefiere acabar conmigo a asumir esta realidad que nosotros mismos nos hemos construido. Ella también te odia, de eso no cabe la menor duda, pero la culpa la mece en una cuna infinita de cuyo vaivén no puede ni quiere escapar. Lo cierto es que al principio no estaba de acuerdo, pero con el tiempo, a base de insistencia y con la pequeña ayuda de aquel frasco de somníferos, logré convencerla. Supongo que debía parecerle demasiado joven. Y sí, bueno... lo cierto es que tantos años de diferencia no es algo que pueda pasar desapercibido, pero en ocasiones, las barreras más fuertes y mejor ancladas, resultan abrumadoramente fáciles de traspasar.

Debo admitir que me sedujo desde la infancia, aún cuando tu padre, quiero decir su marido, todavía estaba aquí. Algunos días, me castigaba a verla contoneándose frente a mí con ese camisón de seda blanca que parecía haber sido confeccionado para albergar únicamente ese cuerpo. Después de desayunar, acostumbraba a darse una larga ducha mientras entonaba alguna de las canciones de su inmenso repertorio. En ese momento, mi líbido se disparaba como una vieja escopeta a la que habían olvidado poner el seguro. Me acercaba en silencio hasta la puerta del baño, para poder, de esa forma, escuchar su maravillosa voz con mayor claridad, y sentirme más próximo a su húmedo y sugerente cuerpo. Me deshacía de mis pantalones lo más rápido posible, intentando no hacer ningún tipo de ruido que la alertara de mi presencia, y tras ello, me masturbaba como un energúmeno con la vista clavada en el espejo que el azar había colocado estratégicamente frente a la ducha. Creo que éste es el recuerdo más maravilloso que conservo de mi infancia. Después de aquello, el sexo ha perdido el sentido por completo. Debía saber perfectamente que la espiaba mientras se embadurnaba con todos aquellos potingues, pero nunca hizo nada por evitarlo. Seguramente por eso, siento que también ella tiene parte de culpa. Tal vez pensó que lo mejor era que descubriera los incontrolables juegos de los mayores de aquella forma, pero lo cierto es que consiguió desatar una pasión enfermiza que nos ha conducido a todos directamente al patético lugar en el que nos encontramos.

Puedes estar tranquila, cada vez queda menos. Tan sólo un instante, y todo habrá acabado para siempre. Sé que no puedes hablar, pero tu llanto ensordecedor me pide a gritos que acabe de una vez con tu lenta agonía. Si no pude mantenerme al margen de los designios de tu madre cuando yacía en su cama completamente inconsciente, tampoco puedo hacerlo ahora con los tuyos.

Ya no podrás volver a andar. La cocina se tiñe de rojo y la escena empieza a asemejarse a lo que tanto tiempo llevo imaginando. No puedo soportar más tus gritos de niña malcriada. No sé a que temes tanto, tu final estaba escrito mucho antes de que lo estuviese el principio. ¿O acaso alguna vez pensaste que podrías tener una vida apacible y feliz? Si no cierras de una vez por todas esa boca impertinente, tu tiempo se agotará mucho antes de lo que debiera. ¡Oh dios mío! Has conseguido hacerme enfadar. Tú te lo has buscado.

Mi trabajo ha terminado. Reposo la cabeza contra la pared, mientras dejo caer mi cuerpo lentamente hasta el suelo. Doy una última calada y arrojo el cigarrillo, todavía humeante, contra tu torso desnudo y aplastado, que sigue buscando entre pálpitos y convulsiones, ese ansiado final que se acerca pero nunca llega. Me duele hasta en lo más profundo de mi alma, pues no quiero hacerte sufrir, pero no tengo fuerzas para propinarte el golpe de gracia. Prefiero observar como te apagas poco a poco y disfrutar de lo que tanto me ha costado hacer realidad.

Empuñando todavía el cuchillo, alcanzo tu mano derecha y la coloco a modo de soga en mi sudoroso cuello. Ahora seremos libres de una vez por todas. Tu madre saldrá a nuestro encuentro, voluntaria o involuntariamente, te lo prometo. Mientras tanto, te estaré esperando al otro lado, mi amor, mi preciosa hija.


miércoles, 3 de diciembre de 2008

Mercedes

Como siempre había soñado desde que tengo uso de razón, me casé con un hombre unos años mayor que yo, y tuvimos todos los hijos que deseamos. Bueno, los que él deseó. Todos ellos eran varones, a excepción de Mercedes que era la pequeña de la casa. Aunque de una manera ciertamente familiar y cariñosa, sus hermanos siempre conseguían hacerla rabiar a causa de su condición de ser ser la única chica.

Los amigos de mis hijos venían a visitarnos con frecuencia. No me disgustaba en absoluto. Mientras ellos hacían de las suyas en cualquier rincón de la casa, yo me sentaba a coser en el salón mientras imaginaba como sería la vida de Mercedes con cualquiera de ellos. De todos, Renato era el que más me seducía. Sabía perfectamente que todo el tiempo que dedicaba a hacerla enfadar de una forma tan inocente, debía tener algún tipo de consecuencia. De ocurrir aquello que yo tanto deseaba, el carácter de Renato haría algo totalmente irrepetible de la vida de mi hija.

Todavía recuerdo el día en que Mercedes, sus hermanos y todos los demás, acudieron a aquella fiesta de disfraces. Mi hermana y yo nos encargamos personalmente de llevar a cabo la transformación. Mercedes estaba realmente deslumbrante con aquel disfraz de Cleopatra.

Lo cierto es que todos volvieron un poco raros de aquella fiesta, sobre ella. Ninguno decía absolutamente nada, y eso que me esforcé para averiguarlo, pero se dejaba entrever en sus caras, que algo extraño debía haber ocurrido.

Un tiempo después, uno de mis hijos tuvo un pequeño desliz, lo que me permitió descubrir que Mercedes y Renato habían tenido una pequeña aventura. Desde el primer instante, supe que había una boda que celebrar. Ella se opuso firmemente, pero no le hice caso. Sabía que en un futuro me lo agradecería enormemente. Finalmente, pese a todas las discusiones derivadas del asunto, la ceremonia tuvo lugar.

Ahora, cuando Mercedes viene a casa, todavía sigue lamentándose por el hecho de que yo mediara para que aquella boda se celebrase. Intento no tenérselo en cuenta, porque a decir verdad, siempre ha sido un tanto quejica. En lo más profundo de mi alma, siento que es infinitamente feliz. Nunca antes había conocido una pareja tan juguetona y entretenida, o al menos eso dicen todos los arañazos que Mercedes me muestra cuando, en ocasiones, se queda a solas conmigo. Además, ¿Qué mejor prueba que ésta? Treinta años después, todavía siguen casados.

martes, 2 de diciembre de 2008

Reconstrucción de La Parábola del Trueque

Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!”, el mercader recorrió las calles del pueblo. El sol asomaba ya en lo alto de la bahía. La temperatura, ni alta ni baja, resultaba bastante agradable. Era el primero de los días que Joao quería pasar en Cascais tras su regreso del nuevo mundo. A esas horas, el puerto estaba abarrotado de mercaderes intentando deshacerse de su género lo antes posible. Él también lo esperaba, aunque era consciente de que requeriría mucho tiempo. Mucho más que si quisiera únicamente vender un poco de pescado. Algunos hombres se habían interesado por lo que ofrecía y se habían acercado a él con sus esposas esperando a unos metros de distancia, pero ninguno de aquellos hombres, ni tampoco ninguno de los marineros que abandonaban su puesto en las embarcaciones para adentrarse en el pueblo, habían llegado a ningún acuerdo con él.

Las chicas parecían haber asumido ya la realidad de su situación, y únicamente dedicaban sus esfuerzos a seguir el paso de Joao que las llevaba a todas a su lado izquierdo formando una cadena humana, unidas a él mediante una vieja cuerda. No quería hacerles daño. Se había encargado de ellas para que no pudiera pasarles nada malo. Las encontró en Lisboa, en mitad de una calle, revolviendo entre las basuras de las familias adineradas. Desde entonces, iban con él a todas partes. Joao no estaba casado, ni siquiera estaba prometido. Eso era algo que lo atormentaba y, a que a duras penas, le dejaba continuar normalmente con su vida. Días después de su encuentro con las chicas, había pensado que éstas podrían ser su pasaporte a una vida mejor. Su matrimonio no sería más que una farsa, pero al menos, se asemejaría en parte a lo que tanto anhelaba.

Por la tarde había quedado con un viejo amigo, que parecía estar interesado en el trueque. No podía entenderlo. Su mujer era increíblemente preciosa, un verdadero ángel caído del cielo. Pero el hombre estaba dispuesto a deshacerse de ella si el género de Joao era lo suficientemente suculento. Llegó cinco minutos antes de la hora acordada y llamó a la puerta. Su propio amigo abrió, tras un instante, y los invitó a ocupar el interior de su casa. Minutos después, todos, incluyendo a la mujer del amigo de Joao, compartían un té alrededor de una mesilla situada en el fondo de la sala de estar. Como si de una mercancía cualquiera se tratase, el trato quedó cerrado antes de que el último sorbo de la última taza corriera esófago abajo. Joao se marchó de aquella casa junto a Blondinet, pues así se hacía llamar la que desde ese mismo instante pasaría a ser su esposa.

En la casa, el nuevo poseedor del harén, comenzaba a ultimar los detalles de su nueva vida. Una tras otra, invitó a todas las chicas a que se dieran un baño. Como si quisiera dar a entender que tras haber traspasado el umbral de la puerta, las chicas habían dejado de ser poseedoras de su propia intimidad, el hombre entraba constantemente, sin ningún tipo de reparo, en el baño en dónde las chicas se preparaban para la ceremonia conjunta. Ni siquiera se digno a mostrarles la que sería su habitación. Ni les indicó el lugar en dónde guardaba las toallas. Así pues, una a una iban llegando al enorme salón, intentado cubrir ciertas partes de su cuerpo con sus propias manos. Cuando hubieron llegado todas, tomó de la la mano izquierda a la que más tiempo llevaba esperando y la llevó hacía la terraza, cuya puerta estaba situada justo al lado de la mesita en dónde el trato se había materializado. Un grito terrorífico hizo que las chicas restantes empezaran a comprender la realidad de su terrible situación. En el exterior, justo al lado de una imponente jaula, el hombre agarraba con fuerza a la primera de las chicas, que no podía sino gritar y patalear insistentemente, intentando llevarla hacia el interior de la jaula. Con los ojos entornados y la vista nublada por completo por el pánico, aquella chica escuchó unas palabras que terminaron por helarle lo poco que le quedaba de sangre: “Te seré sincero. No me gustas, ellas tampoco. No me gusta tu género, ni tan sólo tu raza. Lo cierto es que ahora ni siquiera tengo hambre, pero desgraciadamente para ti, he de decirte que ha llegado tu hora.”