viernes, 10 de julio de 2009

Una Noche en el Club

Seguramente seríamos los primeros en llegar. Mi marido era así. No soportaba la impuntualidad. Como siempre, esperaríamos durante un buen rato, antes de que aparecieran los Campos, los Antúnez o los Belenguer. Las farolas del jardín del club centelleaban como nunca. A lo largo del camino que conducía hasta la entrada, nos acompañaban, a cada lado, como anunciando la más absoluta lucidez. El coche se detuvo. Escuché un sonido metálico. Pensé que alguna pieza se había soltado, pero pronto advertí que no tenía nada que ver con el Audi. Aquel día, teníamos un nuevo y exótico aparca-coches. Mi marido le cedió las llaves y nos dirigimos hacia la puerta de entrada. Miré atrás por última vez, antes de adentrarme en aquel sórdido lugar, mientras cabizbajo y encorvado, como el reluciente garfio de su mano izquierda, desaparecía tras los cristales tintados del monovolumen.

Poco a poco, la fiesta crecía. Debía esperar el momento oportuno en el que mi ausencia resultase mínimamente incriminatoria. Vi llegar mi oportunidad cuando escuché aquella canción a través del hilo musical. Aquella vez ni tan sólo me molesté en barrer la sala con la mirada en busca de mi marido. Supe con certeza que si no lo era ya, en breves instantes se convertiría en un auténtico mono de feria, buscando la atención de todos y cada uno de los presentes. Si podía destacar una sola de sus cualidades, ésta no era precisamente la originalidad.

Ya en la entrada, y con el camino totalmente despejado, me atravesó un fuerte olor a hierba recién cortada y estiércol que me empujó decididamente hacia delante, sin dejarme volver la vista atrás. Debía estar en la caseta que los aparca-coches tenían habilitada en mitad del pequeño bosque que rodeaba el club. A medida que me alejaba de la entrada, la penumbra iba tomando forma. Tanto era así, que no pude advertir un pequeño agujero cavado en la tierra y me di de bruces contra el suelo. Me levanté como pude. Escupí los restos de naturaleza que habían llegado hasta mi boca, y me sacudí levemente el vestido. Sucia, con la lengua acartonada, y un destello de sabor a tierra todavía en el paladar, reanudé la marcha. Mi corazón empezó a acelerarse. No era miedo. Tal vez sí en parte. Pero la huella húmeda de mi ropa interior no hablaba en forma alguna de terror ni de sombras. Estaba harta de aquel maldito club. De las bobadas de mi marido. De los caprichitos de mis hijos. Del asqueroso aroma a aloe vera de mi casa. Del sexo impoluto. Ahora sentía que, por una vez, mi vida no les pertenecía.

Al fin llegué. Era una pequeña casa de madera algo destartalada. Allí, el olor a estiércol era todavía más penetrante. No, no hablaba en forma alguna de terror ni de sombras. Ni de náuseas. Di con los nudillos en la puerta y esperé. Escuché el tintineo de un juego de llaves, y de nuevo aquel sonido metálico. No. Ni sombras, ni náuseas. La puerta se abrió despacio. El garfio asomó por el hueco. Pude ver su cara, aunque ensombrecida por la tenue luz que bañaba el interior de la casa. Traté de tragar todo el aire que la rodeaba. Mis piernas temblaban. En mi cabeza, Edgar Allan Poe se masturbaba en el depósito de un camión repleto de basura. Algo me estiró bruscamente del brazo, y cuando quise darme cuenta, todo mi cuerpo estaba completamente desparramado por el suelo. Aquel desconocido se sentó a mis pies y comenzó a rasgarme el vestido de arriba a bajo. Volví a aspirar con todas mis fuerzas, como intentando agotar el oxígeno, mientras el roce frío del metal se acercaba lentamente a las profundidades de mi cuerpo. Ahí de detuvo. Se levantó y descubrió su pene, completamente erecto, valiéndose de su propia mano metálica. Me abalancé de un salto buscando con la boca tan maravillosa escultura. Sabía a rancio, a ramas y hojas secas. Y olía a vinagre, cera quemada y un punto de pimienta. No podía parar. La sacaba, la metía. Lamía la punta y jugaba un poco con las manos. Volví a coger aire. Ni miedo. Ni náuseas. Alcancé con mi mano izquierda la huella húmeda bajo el único trozo de tela que permanecía intacto del vestido. Debí morderle, pues el sabor de su miembro comenzó a cambiar y a hacerse más dulzón y empalagoso. Me empujó. Caí al suelo. En un segundo me arrancó completamente el vestido. Me sujetó la mano derecha con el garfio y me la metió entera con la fuerza de un animal furioso. Pensé que iba a perder el juicio. Cada segundo que pasaba mi pulso se aceleraba un poco más, y mi consciencia se apagaba como un cirio a las puertas de la muerte. Cada vez más rápido. Cada vez más fuerte. Mi bendita fiera. Sentí un ligero pinchazo bajo su pene. Recé por ser completamente dominada. Pero su polla me abandonó. No sin antes dejar un ligero rastro de la leche más pura, como marcando el camino de vuelta. El resto lo absorbí y lo paseé con mi lengua por el interior de mis mejillas, mientras un frío aterrador empezó a secuestrarme de abajo a arriba. Grité como poseída. Su semblante se transformó por completo. Tenía al mismísimo diablo a los pies vestido de cirujano, dispuesto a regalarme la intensidad, la purificación. A desgarrarme sin piedad. La sangre tiñó el suelo de la casa. Perdía el conocimiento, mientras el sabor a estiércol se me escapaba por la comisura de los labios y me caía por el cuello. Pude observarlo aún, durante unos pocos segundos, tirado en el suelo, con el garfio empapado de sangre, y con la polla todavía palpitante y tan dura como al principio.

Desde aquí, creo que todavía puedo escuchar el eco que produjeron mis gritos. Cuando llueve, el olor de la tierra y el estiércol que me rodea, invade cada rincón de la caja. Cada uno de esas noches, me masturbo sin parar, hasta que exhausta, permanezco expectante imaginando las abominables dimensiones del placer en el quinto círculo del infierno.

Safe Creative #0907104114339

No hay comentarios:

Publicar un comentario