lunes, 22 de diciembre de 2008

Nostalgia Macabra

Era la tercera vez que intentaba contactar con mi hija pequeña. No había línea. Debía haber algún tipo de avería en la red. Maldije una vez más a la empresa de telefonía y me rendí a la evidencia de que, al menos de esa forma, no podría comunicarme con ella por el momento. Hacía ya demasiados días que no sabía nada de ella ni de ninguno de sus hermanos. Demasiadas noches sin que viniese a dormir a casa. Intentaba controlar mis pensamientos, pero de vez en cuando, en algún momento de debilidad, dibujaba alguna escena macabra con ella como protagonista. Y después... después de verla morir un millón de veces en mi imaginación, rompía a llorar con la cara contra los cojines del sofá.

Sería imposible llevar la cuenta de las veces que había recorrido la casa en busca de alguna pista en los últimos días. Realmente complicado hacerlo incluso reduciendo el tiempo a las últimas horas. Prácticamente, no dormía. Ni comía. Tan sólo dedicaba el tiempo a buscar respuestas y a fumar tres cajetillas de tabaco negro al día. Y desde hacía ya algunos meses, a beber desmesuradamente. No me gustaba admitirlo, pero me había convertido en una auténtica borracha. Ni siquiera me preocupaba ya por el hielo o por adornar el alcohol con algún tipo de refresco. Así era más rápido. Luego, cuando los efectos del alcohol desaparecían, todos mis infiernos parecían multiplicarse. Por ello, cada vez dejaba menos espacio entre cada borrachera.

Decidí que era momento de darme una ducha. Abrí el grifo y esperé. Cinco minutos después, el agua continuaba tan fría como al principio. Supuse que la compañía del gas también debía haber decidido ponerse en mi contra. Me metí en la ducha. No había toallas limpias. Me sequé como pude con el camisón que me acababa de quitar y me dirigí a la habitación. Tan sólo perchas vacías y un millón de trastos inservibles. Rescaté algunas piezas de ropa del interior de la lavadora y me vestí. Tampoco importaba demasiado. Después de tanto tiempo, dudaba mucho de la posibilidad de que alguien viniese a visitarme. No me importaba oler a podrido. Fui al salón. Me tiré en el sofá. Necesitaba descansar. Cerré un poco más la ventana. Me dormí, o eso creo. Soñé, supongo, pero no recuerdo.

Dos horas más tarde, me levanté. Pensé en salir. Contemplar la ciudad a plena luz del día. Hacía ya meses que no tenía fuerzas para hacerlo, pero no quería olvidarla. Cerré la puerta. Llamé al ascensor. Pulsé el cero. Esperé. Diez segundos más tarde me sorprendí mirándome al espejo. Paseando los dedos de las manos por los surcos de mi cara. Rompí a llorar de nuevo. Esta vez con razón. Entonces, comprendí. Pulsé de nuevo el cinco y me emborraché.

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