martes, 2 de diciembre de 2008

Reconstrucción de La Parábola del Trueque

Al grito de “¡Cambio esposas viejas por nuevas!”, el mercader recorrió las calles del pueblo. El sol asomaba ya en lo alto de la bahía. La temperatura, ni alta ni baja, resultaba bastante agradable. Era el primero de los días que Joao quería pasar en Cascais tras su regreso del nuevo mundo. A esas horas, el puerto estaba abarrotado de mercaderes intentando deshacerse de su género lo antes posible. Él también lo esperaba, aunque era consciente de que requeriría mucho tiempo. Mucho más que si quisiera únicamente vender un poco de pescado. Algunos hombres se habían interesado por lo que ofrecía y se habían acercado a él con sus esposas esperando a unos metros de distancia, pero ninguno de aquellos hombres, ni tampoco ninguno de los marineros que abandonaban su puesto en las embarcaciones para adentrarse en el pueblo, habían llegado a ningún acuerdo con él.

Las chicas parecían haber asumido ya la realidad de su situación, y únicamente dedicaban sus esfuerzos a seguir el paso de Joao que las llevaba a todas a su lado izquierdo formando una cadena humana, unidas a él mediante una vieja cuerda. No quería hacerles daño. Se había encargado de ellas para que no pudiera pasarles nada malo. Las encontró en Lisboa, en mitad de una calle, revolviendo entre las basuras de las familias adineradas. Desde entonces, iban con él a todas partes. Joao no estaba casado, ni siquiera estaba prometido. Eso era algo que lo atormentaba y, a que a duras penas, le dejaba continuar normalmente con su vida. Días después de su encuentro con las chicas, había pensado que éstas podrían ser su pasaporte a una vida mejor. Su matrimonio no sería más que una farsa, pero al menos, se asemejaría en parte a lo que tanto anhelaba.

Por la tarde había quedado con un viejo amigo, que parecía estar interesado en el trueque. No podía entenderlo. Su mujer era increíblemente preciosa, un verdadero ángel caído del cielo. Pero el hombre estaba dispuesto a deshacerse de ella si el género de Joao era lo suficientemente suculento. Llegó cinco minutos antes de la hora acordada y llamó a la puerta. Su propio amigo abrió, tras un instante, y los invitó a ocupar el interior de su casa. Minutos después, todos, incluyendo a la mujer del amigo de Joao, compartían un té alrededor de una mesilla situada en el fondo de la sala de estar. Como si de una mercancía cualquiera se tratase, el trato quedó cerrado antes de que el último sorbo de la última taza corriera esófago abajo. Joao se marchó de aquella casa junto a Blondinet, pues así se hacía llamar la que desde ese mismo instante pasaría a ser su esposa.

En la casa, el nuevo poseedor del harén, comenzaba a ultimar los detalles de su nueva vida. Una tras otra, invitó a todas las chicas a que se dieran un baño. Como si quisiera dar a entender que tras haber traspasado el umbral de la puerta, las chicas habían dejado de ser poseedoras de su propia intimidad, el hombre entraba constantemente, sin ningún tipo de reparo, en el baño en dónde las chicas se preparaban para la ceremonia conjunta. Ni siquiera se digno a mostrarles la que sería su habitación. Ni les indicó el lugar en dónde guardaba las toallas. Así pues, una a una iban llegando al enorme salón, intentado cubrir ciertas partes de su cuerpo con sus propias manos. Cuando hubieron llegado todas, tomó de la la mano izquierda a la que más tiempo llevaba esperando y la llevó hacía la terraza, cuya puerta estaba situada justo al lado de la mesita en dónde el trato se había materializado. Un grito terrorífico hizo que las chicas restantes empezaran a comprender la realidad de su terrible situación. En el exterior, justo al lado de una imponente jaula, el hombre agarraba con fuerza a la primera de las chicas, que no podía sino gritar y patalear insistentemente, intentando llevarla hacia el interior de la jaula. Con los ojos entornados y la vista nublada por completo por el pánico, aquella chica escuchó unas palabras que terminaron por helarle lo poco que le quedaba de sangre: “Te seré sincero. No me gustas, ellas tampoco. No me gusta tu género, ni tan sólo tu raza. Lo cierto es que ahora ni siquiera tengo hambre, pero desgraciadamente para ti, he de decirte que ha llegado tu hora.”

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