jueves, 1 de enero de 2009

El Día en que Elena me Juró Amor Eterno

Aquella tarde habíamos quedado para descubrir el sexo. Lo teníamos todo perfectamente planeado. Elena, como de costumbre, le diría a su madre que iba a estudiar a casa de una amiga. Aunque después de tantas veces, aquella excusa no debía sonar demasiado convincente, decidimos que para una ocasión tan especial, era mejor no arriesgar. Si había funcionado siempre, ¿por qué no iba a hacerlo ahora? Mi caso era bastante más sencillo. Por aquellos tiempos, mis padres ya habían muerto, y mi tía, la persona que se había hecho cargo de mí desde entonces, era ya lo suficientemente mayor como para que cualquier argumento me permitiese abandonar la casa sin levantar sospechas. A la hora acordada, debía estar en el parque que había al final de su calle. Sentado en el último banco de la izquierda. Al lado de la fuente. El que estaba justo en frente del árbol centenario. Aquel al que trepábamos de niños para hablar de las cosas que era mejor no tratar a ras de suelo. Me senté en el respaldo. Esperé. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta para asegurarme de que había cogido los preservativos. Seguí esperando. Me incliné sobre las rodillas. De vez en cuando, sentía como las piernas me temblaban. Más de lo que lo habían hecho nunca. Aquella tarde estaba llamada a ser una de las más importantes de la historia, y además... ¿para qué engañarse? Enloquecía cada vez que la veía sonreír.

Nos conocimos en segundo de primaria. Seguramente, porque el azar había colocado nuestras casas muy cerca la una de la otra. Exactamente, a ciento cincuenta pasos míos, o lo que es lo mismo, ciento setenta y cinco de los suyos. Desde entonces, al terminar las clases, la acompañaba sin falta hasta la puerta de su casa, que de las dos, era la que más cerca estaba del colegio. Recuerdo haber pensado en ella, cada día, durante todo el tiempo que tardaba en cubrir aquellos ciento cincuenta pasos. Encendí un cigarro. De todo aquello debía hacer ya más de nueve años. Las cosas habían cambiado mucho en todo ese tiempo. Sobre todo, desde hacía algunos meses, cuando aquella tarde, en aquel mismo banco, sin saber muy bien porqué, terminé dándole un beso para despedirme de ella.

No recuerdo muy bien durante cuánto tiempo estuve esperándola. Bastante, supongo. Pero al final llegó. Estaba realmente preciosa con aquellos vaqueros y la sudadera roja de siempre. Aunque, a decir verdad, un poco más distante de lo habitual. La casa donde vivía con mis padres seguía vacía desde su muerte. Era el sitio perfecto. No había más que dos copias de las llaves, y únicamente yo sabía dónde estaban. Me levanté y la cogí. Durante un instante, se quedó quieta mientras me apretaba la mano, cada vez con más fuerza. La miré a los ojos. Sonrió. Di un paso adelante y me siguió. Recorrimos aquellos ciento cincuenta pasos, en su caso veinticinco más, sin pronunciar ni una sola palabra.

La casa estaba un poco sucia, y ni siquiera tenía luz, pero aún así, seguía siendo perfecta. O al menos, lo era la habitación que había adornado especialmente para la ocasión. Velas. Pétalos sobre la cama. Música. Una botella de cava. Y los pendientes de los que Elena llevaba ya encaprichada algunos meses. Le pedí que se tapara los ojos con un pañuelo negro que tenía guardado a propósito. Estaba un poco sorprendida, pero aún así, se lo puso sin rechistar. La llevé hasta la habitación, y una vez allí, yo mismo le desaté el pañuelo. No pasaron ni dos segundos hasta que la tuve colgada del cuello, con los ojos llorosos, y dándome besos sin parar. Ni tan sólo se había fijado en los pendientes, con lo que la escena volvió a repetirse pocos minutos más tarde. Esperé a que se calmara un poco, y después, la invité a que se tumbara a mi lado. No podía creer lo que estaba a punto de ocurrir. Estuvimos tumbados durante bastante tiempo, hasta que al fin, ella misma se acercó hasta mí y, con la mano acariciándome la cara, me dio el mejor beso de todos los que me había dado nunca. Por un instante, pensé que estaba dormido y que aquello no era más que un sueño, pero volví a la realidad de golpe, cuando Elena, en un arrebato de lujuria, se deshizo de la sudadera sin ni siquiera terminar de desabrochar la cremallera. La besé por todas partes, mientras recorría su espalda con la yema de los dedos. Estaba ansioso por descubrir los maravillosos pechos que parecían ocultarse tras aquel sujetador. Se lo quité como pude. Me cogió del cuello, y sin ni siquiera darme cuenta, tenía uno de ellos metido en la boca, mientras el otro esperaba impaciente a que llegase su turno. Noté como sus manos empezaban a adueñarse de todos los rincones de mi cuerpo. De todos, excepto de uno. Nos quitamos los zapatos sin dejar de tocarnos. Me deshice de los pantalones. Le quité los suyos. Elena se apoderó completamente de mí. Sentí que estaba a punto de explotar. Creo que recordaré aquel momento durante el resto de mi vida. La primera vez que una mano femenina traspasaba la barrera de mi ropa interior. Fue verdaderamente increíble. De vez en cuando, abría los ojos y me quedaba mirándola mientras la escuchaba jadear. A juzgar por la forma de moverse, debía estar pasándolo incluso mejor que yo. Le pedí por favor que parase un poco. Por un instante, tuve miedo de correrme y de que todo terminase antes de lo esperado. Cogí el condón que había dejado bajo la almohada. Lo abrí. Alguna vez, estando solo en casa, había estado practicando siguiendo las instrucciones de la caja. Pero ahora estaba un poco más nervioso. Elena me miraba curiosa mientras yo mantenía una lucha sin tregua con el preservativo. Con algo de dificultad, finalmente logré ponérmelo. Había llegado el momento. Elena estaba temblando. Le dije que se calmara. Que no pasaba nada. Que estaba completamente seguro de que le gustaría. Asintió con la cabeza. Me coloqué sobre ella. Gritó. Me pidió que parase. Había una pequeña mancha de sangre sobre la cama. Me dijo que sería mejor si lo dejábamos para otro día. Intenté convencerla de que aquello era normal, y que pasada la primera vez, todo sería mucho mejor. Pareció entenderlo, pero aún así, me dijo que prefería dejarlo al menos por aquel día. Decía que le dolía. Que no podía soportarlo... Supongo que me venció la excitación del momento. Le dije que no podía quedarme así. Que pasado un rato, el dolor desaparecería, y disfrutaríamos de uno de los momentos más maravillosos de nuestras vidas. La agarré de los brazos con fuerza. Me miró a los ojos. Estaba asustada. Empecé a follármela de nuevo. No dejaba de gritar y de patalear. Consiguió agotar mi paciencia. La golpeé. Se puso a llorar. Se tapó los ojos y se quedó completamente quieta. Supe inmediatamente lo que tenía que hacer. Estaba tan caliente que tan sólo duraría unos pocos segundos. Me corrí. Me quedé tumbado un instante en la cama. Elena no se movía. Podía escuchar como todavía seguía llorando. Le di un beso. Me levanté y me vestí. Ella se sentó sobre la cama y se puso la ropa muy lentamente. Tenía la mirada clavada en suelo. No dijo ni una palabra. Yo tampoco.

Salimos de la casa y recorrimos juntos, por última vez, aquellos ciento cincuenta pasos. Ni tan sólo nos despedimos. Entró y cerró la puerta. Me quedé parado un instante, hasta que al fin, decidí marcharme. Volví al parque. Me senté de nuevo en el banco. Encendí un cigarro. Treinta minutos más tarde, me levanté y me fui a casa. Me encerré en mi habitación. Recuerdo que aquella noche dormí profundamente.

Han pasado casi diez años desde aquel día. No hemos vuelto a hablar desde entonces. Le envié una carta pocos días más tarde de todo aquello, pero no recibí ningún tipo de respuesta. De vez en cuando, todavía seguimos cruzándonos por la calle. Ella mira al suelo. Pasamos el uno junto al otro sin decirnos nada. Sigue igual de guapa que siempre. Aunque parece un poco más triste. Me molesta no haber vuelto a verla sonreír. Pero no le guardo rencor. Supongo que debe seguir un poco asustada. Después de Elena, he estado con muchas otras, pero siendo sincero, creo que ninguna de ellas estaba a su altura. No sé mucho de su vida desde entonces, pero creo que no ha vuelto a salir con nadie. Supongo que le marcó tanto nuestra relación, que ahora no es capaz de estar con otro chico que no sea yo. ¿Quién sabe? Tal vez, algún día, el tiempo nos brinde otra oportunidad. Yo estaría encantado. Y creo que ella también. Después de todo, estoy convencido de que sigue tan enamorada de mí como el día que nos besamos en el parque por primera vez.

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